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Como celebrar si hay algo de celebrar
Antonín Kosík
Las celebraciones y las fiestas tienen su origen en un concepto cíclico del tiempo: en el pasar de las estaciones, en las órbitas que describen la Luna y el Sol (si la Tierra girase alrededor del Sol, hoy no se celebrarían fiestas). Si no celebrara la llegada de la Primavera o la puesta de Sol, la Primavera no llegaría nunca ni saldría el Sol, y no tendría ya nada que celebrar ni ahora ni nunca. Y resulta bastante obvio que, efectivamente, la Primavera no llegará y que la Tierra empezará a girar alrededor del Sol, en vez de que el Sol gire alrededor de la Tierra. Sin embargo, sólo nos damos cuenta de ello cuando empezamos a investigar la esencia de estas celebraciones y fiestas, arrebatándoles de este modo y para siempre aquello que las hacía comprensibles y perdiéndolas a lo largo de ese proceso.
Como en el siguiente ejemplo: si el despertador hace tictac, no sabemos por qué, y si lo sabemos, el despertador no hace tictac (la idea de que el mundo está lleno de despertadores idénticos y de que, si apartamos unos cuantos, el resto sigue haciendo tictac, encierra en sí misma una suposición, ¿no?) -- en cuanto empiezo a investigar las causas o las consecuencias de una celebración, la fiesta se acaba, pero no la celebración.
Si celebro mi cumpleaños, estaré celebrando (o invocando) mi renacimiento y de este modo, experimento una reencarnación terrenal. En cuanto añado que estoy celebrando mi cincuenta cumpleaños, esa reencarnación no se materializa, aunque siempre queda la desatada celebración.
Si una fiesta o celebración se somete a examen y beneficios y se filosofa acerca de ello, su carácter no causal se va perdiendo conforme empieza a destacar su causalidad, al igual que una imagen que originalmente hace referencia al mundo está asombrada por el propio mundo. Si la imagen lo hiciera de una manera asombradora, su propio asombro hacia el mundo se convertiría poco a poco en objeto de asombro y su particularidad de asombrosa (su asombro respecto al mundo) dejaría de ser lógica. Sin embargo, sigue siendo un objeto valioso junto al aparador. Del mismo modo, a lo largo del tiempo, espléndidas fiestas y celebraciones se han convertido en un fin en sí mismas, y han adquirido un cierto grado de sincronía: si yo celebro, habrá una celebración y si hay una celebración, yo la celebraré. En cuando surge esta identidad, la celebración, teniendo en cuenta su finalidad, es de todo punto infructuosa. Sin embargo, sigue siendo beneficiosa. Entonces, bajo el pretexto de una fiesta o de una celebración, es posible que se produzcan todo tipo de estupideces: invitar a alguien importante a la celebración para tener la oportunidad de darle la tabarra, excluir de una celebración multitudinaria a quienes se ríen de uno día sí, día no, por no poder permitirse la langosta y el caviar, o a aquellos cuya mordacidad es menos obvia o más ingeniosa o, en último término, vender las fotos de nuestra celebración a todo hijo de vecino. Las festividades estatales e institucionales son (como su propio nombre indica) una manera a través de la cual la institución puede dejar constancia de su ideología, una manera de consolidar su poder, una forma de mostrar que es diferente de otra institución que, por otro lado, es igual, y un largo etcétera, como el vecino que te invita (¿o quizás no?) a su barbacoa. Por tal motivo, lo primero que hace cada nueva institución es cambiar frenéticamente las festividades. Aunque si es tan razonable como su predecesora o (aún mejor), similarmente razonable, seguirá más o menos con la misma cantidad y las mismas fechas.
Por eso, los más sensatos y los hombres de mundo, pasan el tiempo que las festividades institucionales les ofrecen (que pueden incluir hasta la Navidad) arreglando la bici que pasara a mejor vida antes de su reparación, intentando completar un puzzle indescifrable o uno al que le falten piezas, o incluso contando las gotas de lluvia en otoño o las plantas del bloque de pisos de enfrente en primavera. Básicamente: manteniéndose ocupados con actividades que, al menos a simple vista, no llevan a nada. Pero no se obligan a una especie de meditación, reflexión o incluso a una huida de la monotonía. Eso es algo que ya pueden hacer a diario en el autobús.
Una celebración grandiosa
Los primeros invitados empiezan a descender en sus alfombras voladoras equipadas con aire acondicionado y estabilizadores y, antes incluso de que aterricen, se oyen ya muestras de sincera admiración de las otras alfombras. La zona que está por encima de la amplia terraza se va llenando poco a poco de ondulantes alfombras con un suave vaivén. Llega a haber tantas que el ruido ahoga la voz de quien habla, que dice, con su cabeza hacia atrás: «De acuerdo, señores, no creo que vayamos a celebrar la fiesta en el aire, ¿no?» «¡Todo el mundo para abajo!» ríe el anfitrión con fingido desagrado. A continuación reparte hábilmente vasos con zumo de arándanos verdes entre las alfombras. «¿Estamos ya todos? ¿No falta nadie? ¿Podemos empezar entonces con la fiesta?»
«Sí, sí, ya estamos todos, no falta nadie» tintinean las voces.
A continuación, todos callan. En silencio, ven pasar lentamente un tractor rojo. La multitud explota en una ovación. La fiesta ha sido todo un éxito este año. ¿Siente curiosidad por saber qué se estaba celebrando tan alegremente y quién lo estaba celebrando? Se trata de las cosechadoras rojas, aunque puede que usted las conozca por su nombre científico, las máquinas, que están celebrando la maduración de los arándanos. En un año y un vuelo de fecundación, vendrán aquí de nuevo. Una vez y otra, y otra. Palabra de honor. De lo contrario, esos arándanos no madurarán en la vida.
Literatura
Středoevropský luštitel a křížovkář [Entusiasta centroeuropeo de los crucigramas] Nº 6/78
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