Se suscribió la quiebra de la modernidad laica y racionalista, la crisis de su audacia prometeica, pero nunca como en nuestra época el conocimiento y la voluntad humanos se empeñaron en tan sostenido desafío contra lo desconocido.
Lo cierto es que nuestro tiempo revela una prodigiosa reactualización de los más variados contenidos espirituales. Se acrecienta el interés por las culturas primitivas, por los procesos en formación: asimismo las formas regionales, dentro de sus respectivos sistemas, cobran cada día una mayor significación. La historia no es un cementerio cultural al modo spengleriano, donde el espíritu creador debe transitar cuidadosamente para no chocar con las tumbas. Por lo contrario, aquellas grandes formaciones permanecen vivas y lo sostienen: sus ideales guardan la suficiente fuerza como para otorgar sentido a los anhelos íntimos de grandes comunidades humanas y de exigentes minorías. Ilustres investigadores han reconocido la radical importancia de estos "encuentros" de culturas en un mismo pie de pujanza vital. El mundo ha despertado en su totalidad y su visión ya no se nos ofrece a través de un prisma cultural exclusivo; esta vez, las distintas voces poseen autonomía. En este sentido, es preciso reconocer la grandeza de Occidente en su carácter de poderoso reactivo del mundo; su activismo puso en manos de las culturas extrañas las armas de su propia recuperación. Hoy estas formaciones mueven sus miembros y un aliento de vida las recorre. He aquí que esta saludable autonomía de sus voces configura una nueva circunstancia, una peculiar situación cultural que tanto puede llevar al grito de sordas hostilidades como hacia la amplitud de un diálogo hasta ahora desconocido por el hombre.Es posible que esta alternativa incierta concrete un desafío audaz y dramático al espíritu de nuestro tiempo. La respuesta de una tarea creadora podría concebirse en los siguientes términos: procurar que la pujante diversidad de las culturas no culmine en un "encuentro" hostil, sino en un diálogo mundial. Bien es cierto que si a nuestra generación le es dado concebir una tarea que no se resuelva en el atizamiento del odio, si todavía le es dado aspirar a algo más que a la cínica expectativa de una supuesta destrucción, si aún pueden emplear su lucidez en otra cosa que en la complacencia analítica de sus propias llagas, es posible que una de sus metas mayores consista en precisar los medios por los cuales los componentes filosóficos y los ideales de culturas diversas pueden iniciar los pasos de una mutua comprensión. Si es verdad que cada cultura encarna la primacía de peculiares valores y de una determinada cosmovisión, es de esperar que estos rasgos parciales del ser no lleven a un rechazo inevitable. Por el contrario, esta unilateralidad bien podría ser la respuesta complementaria a la soledad de un valor opuesto. En la vitalidad que hoy manifiestan grandes tradiciones espirituales late la exigencia moral de una radical apertura hacia "lo otro". Las culturas, por desgracia, no son inmunes a la embriaguez egotista: la autosuficiencia, esa sublimada forma de soledad y temor, lleva irremisiblemente a la esterilidad interna y a la agresión externa. Nunca será demasiado el empeño pordesenmascarar, por ejemplo, esas formas patológicas del egotismo que se evidencian en culturas imbuidas de un impulso mesiánico, en pueblos "señalados" para la misión de salvadores de la humanidad, en lenguas "elegidas" como la única vía de expresión de "lo sagrado", etc. Detrás de todos estos providenciales designios de sacrificio por los hombres se incuba una desenfrenada violencia y, sobre todo, una total ceguera para los valores extraños, fruto del descreimiento en los propios valores, que han decaído a la categoría de instrumento de una voluntad imperial. Pero el reverso de esta amenaza es el ejercicio del ánimo abierto a lo lejano, es la atención por las nuevas configuraciones culturales así como por las formas más antiguas, sobre todo, ánimo dialogante entre las grandes tradiciones, intercambio de los más caros y contradictorios ideales, amplio camino a las audaces transfiguraciones. Intentar, por ejemplo, la experiencia de tejer una trama espiritual con las hebras de aquel arcaico ideal ascético que en las tierras de Asia maduró su peculiar intuición del cosmos y los hilos del alma prometeica que ha llevado hasta sus últimos límites su impulso científico de curiosidad y dominio. Preguntarse por las secretas conexiones entre el sentido del despego nihilista y el absoluto frenesí productivo, esa idolatría del instante que, en otras culturas, llevó a grandes creaciones temporales. Procurar el anudamiento del diálogo entre la silvestre divinidad de los bosques, imbuida del aliento silencioso de la tierra, y aquella subjetivista y desesperada divinidad que crece solitaria en losrincones sórdidos de la ciudad cosmopolita. Establecer un vínculo entre las culturas que creyeron en una realidad última, supratemporal y aquellas otras que negaron lo metafísico pero forjaron, en cambio, grandiosos sustitutos. Ver si en los planos del conocimiento la sabiduría de los mitos puede intercambiar, con la razón metódica, palabras inteligibles. Sobretodo, estudiar el modo de ligar internamente la tarea gnoseológica que en algunas culturas es concebida como empeño de la sola razón abstracta, con el estilo de otras en donde el conocimiento es oficio del corazón, un compromiso del cuerpo entero. En fin, si nuestra generación pudiera responder eficazmente al desafío del "encuentro" de las culturas, si fuera posible establecer una comunicación entre todas estas voces, sin duda que ello nos llevaría a una concepción más fraternal de lo humano para asumir los rostros ajenos como propios, la manifestación de un universalismo trashumante y fraterno, el ejercicio de un peculiar humanismo entendido como compromiso del hombre aquí, allí y ahora, con el hombre desasistido de aquellas nominaciones que han contribuido a separarlo de sus semejantes. La expresión, en suma, de un ideal que aspire a abolir toda mediación de lo humano. Las culturas mayores son totalidades abiertas, se enriquecen en sus contactos con lo extraño y un activo núcleo interno las impele fuera de sus propios límites. Cuanto más profundas y creadoras, tanto más imprecisas resultan sus fronteras. En el presente, una genuina voluntad cultural será la que estimule el nomadismo espiritual de sus hombres y mujeres y les enseñe a no enajenarse sino a recuperarse en todo acceso al corazón de lo distante. Si este empeño creciera con fuertes raíces, sin duda la propia imagen del hombre habrá cambiado y una imagen nueva, más universal y plena, habrá dado comienzo.
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