|
El marketing demencial de nuestros tiempos se empeña en hacernos sentir, cada año antes, la llegada de la Navidad. A semanas de distancia de la gran fiesta de la cristiandad las supermercados están repletos de panettone brillantemente envueltos, mientras la publicidad mediática avanza en un crescendo de empalagosos jingles y de estúpida ingenuidad.
Personalmente, yo prefiero escapar de la oleada de turistas que llega el fin de semana anterior a la fiesta de la Inmaculada Concepción y abandonar mi ciudad para refugiarme en el valle de la ciudad de Madonna di Campiglio.
Aquí, en su naturaleza fantástica que estasia los sentidos, en el calor de su vida palpitante de silencio, es el corazón -el metrónomo del alma al que raramente se presta atención- el que me hace sentir que la Navidad se está aproximando, con su paso lento y regular, sin ser molestada por unas vulgares luces, ni por un insolente escaparate.
El telón de la noche caerá a media tarde, pasando el testigo a las estrellas y la luna. Y a la hora en que las luces despiertan en las calles, las tiendas, las oficinas y las casas – dejando una especial calma en la atmósfera-, la luz de las velas se enciende aquí y allá, pequeños grandes fuegos que evocan un instante el aroma dulce y especiado, el sonido de la cuerda y la amable cordialidad, y las columnas de humo que suben por las chimeneas, llevando el olor de la madera y el incienso.
Me alejo del centro de la ciudad, paseando por el acre frío de finales de otoño, entre vapores azulados que no sé si son realidad o sueño. En la oscuridad silente encuentro un bosquecillo de abetos que con valentía se asoman al mar rocoso de las Dolomitas plateadas por la luna y la nieve. ¿Cómo no recordar los versos de Carducci?: “Lento en el pálido/ candor de la joven luna/ se extiende el murmullo de los abetos...” Incluso el austero poeta toscano se conmovía delante del espectáculo dolomítico, tan sólo tenebrosamente iluminado por nuestro satélite.
El sotobosque bajo nuestros pies y la quietud se hace absoluta: ni siquiera un animal solitario rompe este idilio, supongo, por miedo a ser oído, sigue solo su camino. Respiro a pleno pulmón la más modesta fragancia dejada en la última puesta de sol en los rosados pétalos reflectantes de la roca, enigmática como orquídeas en su “espíritu guerrero”...
Contemplando estas silhouettes, que sobre todo en la oscuridad toman la forma de una catedral gótica, se percibe la poesía del aria, como música: ¿no inspiró a Strauss a componer la célebre “Sinfonía Alpina”?
Y podemos comprender el estupor de Buzzati ante la visión de aquel milagro: “¿Son piedras o son nubes? ¿Son reales o sólo un sueño?”
Terribles como la realidad, fascinantes como la magia, las Dolomitas son una metáfora de la vida misma: la sombra de un sueño ligero, como hubiese suspirado el trovador Jaufré Rudel a su amada Condesa de Tripoli.
|
|