El fin de la historia, bajo la lluvia

 

Antonín Kosík

 
 

Ese año empezó a llover antes de lo acostumbrado, y también llovió más tiempo y cayó mucha más agua de lo normal. El tío Michal se alegró al principio, bailó girando locamente con los brazos extendidos y gritando "mira, agua, agua, por fin agua" tanto tiempo que al final se cayó en un charco. Pero ni allí dejó de dar saltos de alegría. Y no estaba solo. Los potrillos se revolcaban retozones en el barro y las terneras los miraban con envidia. La lluvia sin embargo no paró ni una semana después, ni siquiera durante el día. Llovía a cántaros. Los pájaros no podían volar. Tras varios días ya estaban completamente empapados y caían pesadamente a tierra, donde intentaban nadar torpemente, y si desplegaban las alas para tratar de alzar el vuelo, chorreaba de ellas agua como de un canalón agujereado. Hacía tiempo que habían dejado de cantar y solo miraban con reproche a los transeúntes. Ya no saludaban al tío Michal. Ni siquiera inclinando la cabeza. La gente iba descalza hasta en domingo, los cordones se habían hinchado tanto que no se podían atar, y entre los dedos de los pies se introducían sanguijuelas de colores. Al final dejaron de cambiarse, no había ropa seca que ponerse, y la gente andaba casi desnuda; el agua caía interminable de cualquier cosa que se colgara de un poste o en el tendedero. Manaba ya tanta de todo y de todas partes que no se podía distinguir qué era todavía lluvia y qué solamente sus efectos. La gente poco a poco empezó a pasar hambre, puesto que todos los alimentos se habían convertido primero en un puré aguado y a continuación en un mejunje frío que se descoloría lentamente y se deshacía hasta convertirse por completo en nada más que agua, sobre cuya superficie caían, procedentes de alguna parte, más y más gotas de agua. Al principio no había suficientes piruletas, para a continuación faltar completamente, ya que todas las reservas se disolvieron por entero y los comerciantes se vieron obligados a preservar las piruletas como hasta entonces, en grandes botellas, pero en estado líquido. De vez en cuando sorbían de ellas desesperanzados, pero de todas formas el líquido no disminuía, solo se volvía, de alguna manera, más y más blanquecino. Poco a poco la gente perdió la costumbre de lamer, no había nada que se pudiera chupar. Ni las mentes más agudas pudieron dar con un sustituto de la piruleta, y a pesar de la desagradable lluvia la gente se iba volviendo más locuaz. Sus conversaciones giraban sin embargo casi siempre en torno a las piruletas y solo en escasas ocasiones llegaban al tema de la fiesta de la lluvia, que ese año no solo no salió bien, sino que no se celebró en absoluto, ya que no fue posible encender ni una vela, no se pudieron recoger pétalos rosa sin que se pegaran entre sí y formaran una masa mojada, y los curas, que se vieron obligados a beber algún tipo de brebaje casi sin alcohol en lugar de aguardiente del fuerte, decayeron rápidamente y comenzaron a blasfemar no solo contra los santos católicos, sino también contra los paganos, y luego especialmente contra la santísima Virgen María. Eso ya era demasiado, incluso para los descreídos locales, que en circunstancias normales los asarían y se los comerían. Sorprendentemente, los ríos seguían estando casi secos. Debido al asunto de la lluvia, se señalaba irónicamente que corrían por algún otro sitio, y eso a pesar de que toda la ciudad estaba cubierta de charcos. El agua desaparecía bajo tierra sin que se supiera dónde y el único lugar del que no salía agua eran a menudo únicamente los grifos, que permanecían enmohecidos o cubiertos de roña.
Es cierto que el tío Michal comprendió que había llegado su hora, pero al mismo tiempo entendió también que había llegado demasiado tarde. Incluso el corto discurso que compuso trabajosamente y a toda prisa con un bolígrafo en un trozo de tablilla de maíz (lo escondía en una piel de zorro para cualquier eventualidad) se emborronó al instante y no lo pudo leer ni el mismo Michal, que aunque es verdad que nunca se supo las letras, era famoso por leer cualquier texto sin atrancarse ni una sola vez y recitando adecuadamente el contenido.
El tío Michal se dio cuenta de que su momento había llegado demasiado tarde, y al mismo tiempo entendió también que habría llegado igualmente tarde aunque hubiera sucedido diez, quince, veinte, cincuenta o incluso cien años antes.

 

 

 

 

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