De los alpes a los Tatra
Nicolas Boldych
Jano occidental
El horizonte de Europa no es para mí ni la planicie, ni el mar, sino las montañas que cortan el camino del mar a la planicie, las montañas que subdividiéndolo, producen ese cuerpo europeo hecho de unidad y de fragmentaciones. La mirada sube a punto de perderse en el horizonte y se fija en el “albos”, ese “mundo luminoso” que fascinaba a los celtas. El cuerpo, totalmente recortado en penínsulas y archipiélagos, permanece sólidamente aferrado a las montañas que le dan tensión y energía, musculatura, una columna vertebral. La horizontalidad es interrumpida por una verticalidad; un impulso es quebrado por dar nacimiento a otro impulso. En los Alpes, el territorio de los “albos”, el Norte se apoya y reposa con pesadez sobre la montaña mientras al otro lado se abre como un abanico el Sur, soleado y acuoso, rutilante, imperial. Los pliegues de las montañas protegen el misterio de la otra civilización, que es también otro tiempo. Al otro lado está el imperio romano, otra comprensión de los tiempos, la Antigüedad. Atravesar las montañas es franquear una puerta secreta, entrar en otro mundo. Barrera, filtro, candado, pero también pasaje, es la montaña pálida, con dos facetas, una mirando al norte, la otra mirando al sur, entre el presente y el pasado. En Occidente estas montañas son primero los Alpes, cúmulo al oeste, que dibujan un arco. Génova, el Monginevro, el monte de Jano en Saboya, Ginebra, una sucesión de puntos vitales, que nos traen a la memoria el dios de la puerta: Jano.
La fortaleza de las montañas
En Génova, no lejos del Monte Bianco – engranaje fundamental en la mecánica de la montaña occidental – los Alpes rodean, se engrosan y se estrechan hasta unir todos los países de nuestro vasto dibujo: Suiza es el Tibet europeo, donde tiene lugar el reparto del agua, de las lenguas y de los hombres. Es bello ir a Suiza si no se vive allí. Qué mundo reconfortante, sólido y maternal a la vez, un país rodeado por el escudo de las montañas, que no son sino montañas que retienen, atesoran filtran, seleccionan, conservan, pero devuelven también: el flujo del Rin y del Ródano, las imágenes universales de Klee, la lengua de Cendrars, con sus requiebros, y aquella de Cingria de una densidad extrema, accidentada, aserrada, tensa.
Los filtros de las Dolomitas
Al sur, como apartadas están las Dolomitas, estas montañas veraces, monumentales, individuales, que forman un hato donde confluyen Italia y Alemania, mientras el mundo esloveno se aproxima hacia Friuli. Hay grupos de montañas encadenadas que forman olas de forma ininterrumpida, como en Suiza, y otras son grandes ruedas con sus 360º. A diferencia de la parte suiza, dejan filtrarse más de lo que retienen; son unas viejas montañas perforadas que dejan pasar luces contradictorias, mezcladas en una danza de sombra y de luz.
Las montañas órficas
Entre los Alpes y los Cárpatos, hay una Viena centinela, cerrojo, vado, un intersticio de llanura. ¿Viena capital de la montaña? No, Viena es ágil y afectada, toda en arpegios, incluso en el plan urbanístico domina una geometría mineral, a la vez concéntrica y rectilínea, sabiamente orquestada. Tras la calma danibiana de Viena, el movimiento revoltoso se renueva en los Tatras, los “Alpes” orientales que se abren sobre la planicie ucraniana y son la prolongación al oeste de los Cárpatos. Tres nombres para montañas, para la columna vertebral que da a Europa un cuerpo vivo, musculado, contradictorio: Alpes, Tatras, Cárpatos. A poca distancia, al este de Bratislava, comienzan estas montañas orientales que parecen un cráneo en el que se amplía el antiguo imperio austrohúngaro. Las montañas se revuelven contra la planicie haciendo un lago en la Hungría real.
Eslovaquia traza su identidad, su fuerza, su sustancia, no de la acuosa, brumosa, eléctrica Bratislava, capital periférica, sino de la montaña. Bratislava es el puerto del Danubio que mira a la planicie de Alfold, pero en el fondo, como en un inconsciente rechazo se aferran las montañas, el pasado, el sabor y el canto. El imaginario de montaña es más fuerte que el imaginario del río. La montaña eslovaca es aún campesina, pastora, trabajadora y musical como en los cuadros de Ludovit Fulla, Pieseň a práca (canción y trabajo), sus entrañas resuenan por el ruido de las piochas y los picos de los mineros sajones, de los sonidos de un trabajo secular; fue también fortaleza erigida contra las mareas otomanas y espacio de repliegue para las poblaciones de los valles donde la migración abraza extrañamente el trazo de las montañas desde el Pinde griego hasta el Beskydes checo y polaco. La imaginación de este pueblo órfico, de pastores nómadas, sin duda llena de caminos las altas tierras de pastoreo eslovacas, que contribuyen a colonizar; en estas montañas redondas y verdes, la labor debiera ser sublimada por una sensibilidad musical que anima hasta los muros de las casas.
Es como si un poco de la Tracia remontase desde los montes Rhodopes. Las montañas aportan así un aliento meridional, antiguo, mediterráneo, en Eslovaquia pero también en la Polonia de Beskydes, Tatras, Zakopane. Si al oeste se pasa por las puertas de Janus para salir al sur así el sur remonta, con el paso del tiempo, en el mismo cuerpo de la gran montaña que serpentea en torno a Eslovaquia, Polonia, Rumania, Grecia, en un mismo trazo del valle. La unión se opera de nuevo entre la planicie del norte y del sur que remonta a lo largo de la columna vertebral, como la energía de Kundalini, aportando el Norte, Rumanía, Eslovaquia, Chequia, Polonia, un impulso meridional y solar.
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