Incomprensión
Antonín Kosík
Carmen Muñoz conoció a Juan González en la primavera del año en el que los perros salvajes se multiplicaron como moscas y que precedió a la gran inundación. Los perros correteaban por los campos en tal cantidad que echaban a perder los sembrados, asomaban por todas partes, tenían ojos bonachones y la lengua siempre fuera, y no estaba del todo claro de qué podían alimentarse habiendo tantos. La gente se acostumbró a ellos, les daban patadas a los perros en lugar de a las piedras del camino, y al año siguiente, cuando la mayoría se ahogó durante la inundación o se fue nadando a saber dónde, a menudo nos acordábamos de sus perrerías.
Carmen fue a por Juan a la torre de telecomunicaciones bajo la que Juan solía sentarse a ver pasar las horas. Ese día no pudo concentrarse demasiado en su habitual observación de hormigas y mariposas.
“Me encantan tus ojos”, le dijo ella, y se sentó delante de él.
“¿Y los hombros?” Preguntó desconfiado.
“Los hombros también, tienes los hombros más hermosos del mundo. Sin tus hombros mi vida no tiene sentido", decía para convencerlo. "Si a cualquier otra se le ocurre abrazarte le daré caza con una escopeta. Toda mi vida no he hecho más que esperarte".
Juan se encogió de hombros y se marchó a casa con Carmen.
Y pasaron los días. Por la noche dormían juntos, fuertemente abrazados, y por el día planeaban cómo celebrar el aniversario de su encuentro y compromiso. “Me encantan tus ojos”, le decía Carmen cada día. “¿Y los hombros?” le preguntaba él desconfiado. “Tus hombros son los más hermosos del mundo, sin ti mi vida no tiene sentido, toda la vida no he hecho más que esperarte, si se te acerca alguna vez la hija del verdulero le doy caza con una escopeta”, contestaba Carmen, incluso cuando la hija del verdulero se fue a casarse quién sabe dónde.
Y pasaron los días. Juan, al principio, por costumbre, todavía fue durante un tiempo a observar mariposas y hormigas bajo la torre de comunicaciones, y con el paso de los meses olvidó por completo a qué iba a ese lugar. “¿Te gustan mis ojos?” Le preguntaba a Carmen. “Sin ti mi vida no tiene sentido”, decía Carmen y por la noche la despertaban sueños en los que el Diablo la perseguía bajo diversas formas. Juan dejó de dormir totalmente y Carmen empezó a estudiar un curso telepático de alimentación saludable. Aprendió a distinguir la carne de cerdo de la de ternera y a determinar cuándo llegará el fin del mundo, y se olvidó por completo de la celebración del compromiso y el encuentro. El profesor telepático estaba sin embargo insatisfecho con Carmen como profeta. “Alguien cerca de usted la protege entre sus alas, la limita. Cómprese una nueva falda y una barrita energética del catálogo”. En cuanto llegó el paquete con la nueva falda y la barrita energética, anunció a Juan, que no se dejaría mantener así en una jaula ni seguiría soportando los límites que le imponía, que no permitiría que continuara protegiéndola entre sus alas. “Sin Carmen mi vida ni tiene sentido”, se le ocurrió a Juan, “tiene unos ojos preciosos”. Y así otra vez escuchó lo que él mismo estaba acostumbrado a escuchar durante años, pero ahora ya no se trataba de sus ojos y sus hombros. Y no estaba dedicado a sus oídos.
Y pasaron los días. Ese año los perros salvajes se multiplicaron como moscas, estaban hambrientos, algunos atacaban a la gente. Juan acudía regularmente a la torre de telecomunicaciones, contaba sin interés mariposas y hormigas, pero nunca apareció nadie.
Ilustraciones por Juan Kalvellido
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