El antiguo palacio de los
obispos, con el salitre que rezuma de los muros, es tétrico
y ojival; en las noches de invierno, quedarse en él es un
suplicio. Y la catedral contigua es inmensa, para recorrerla toda
no basta una vida, hay tal maraña de capillas y sacristías
que, tras siglos de abandono, algunas permanecen prácticamente
inexploradas. Y uno se pregunta: "¿Cómo pasará
la noche de Navidad el magro arzobispo en esa soledad, mientras
la ciudad festeja? ¿Cómo podrá vencer la melancolía?"
Todos tienen algún consuelo: el niño tiene el tren
y pinocho, la hermanita tiene la muñeca, la mamá tiene
la compañía de los hijos, el enfermo, una nueva esperanza,
el viejo solterón, un compañero de disipación,
el preso, la voz de otro en la celda de al lado. ¿Cómo
hará el arzobispo? Al oír a la gente hablar así,
don Valentino, el diligente secretario de su excelencia, se sonreía.
El arzobispo, la noche de Navidad, tiene a Dios. Arrodillado él
solito en medio de la catedral gélida y desierta, a primera
vista podría hasta dar pena... ¡Si supieran! Tan solito
no está, frío tampoco tiene, y no se siente abandonado.
En la noche de Navidad, Dios desborda en el templo, para el |