arzobispo, las naves lo regurgitan literalmente, a
las mismas puertas les cuesta cerrarse; y, aunque estufas no hay,
hace tanto calor que las viejas culebras blancas se despiertan en
los sepulcros de los históricos abades y suben por los respiraderos
de los subterráneos, sacando amables la cabeza por las balaustradas
de los confesionarios.
Así rebosaba de Dios aquella noche la Catedral. Y, aunque
sabía que no entraba en sus atribuciones, don Valentino preparaba
el reclinatorio del prelado con una solicitud rayana en el exceso.
¿Árboles, pavos y vinos espumosos? ¡Ni falta
que hacían! Esto era una velada de Navidad. Sólo que,
mientras así pensaba, oyó llamar a la puerta. "¿Quién
llama a las puertas de la Catedral – se preguntó don
Valentino – la noche de Navidad? ¿Todavía no
han rezado lo suficiente? ¿Qué mosca les ha picado?"
Y, así refunfuñando, fue a abrir, y con una ráfaga
de viento entró un pobre vestido de harapos.
-¡Qué cantidad de Dios! -exclamó éste
sonriendo y mirando a su alrededor- ¡Qué maravilla!
Si hasta desde fuera se notaba. Monseñor, ¿no me podría
dar un poquito? Dése cuenta, es la noche de Navidad.
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