Y allí estaba don Valentino, en los límites
de un extensísimo páramo, y al fondo, justo en el
horizonte, resplandecía Dios dulcemente como una nube oblonga.
El pobre sacerdote se arrodilló en la nieve.
-¡Espérame, oh Señor!- suplicaba-. Por culpa
mía, el arzobispo se ha quedado solo, ¡y es la noche
de Navidad!
Tenía los pies helados, se adentró en la niebla, se
hundía hasta la rodilla, a cada rato se desplomaba cuan largo
era. ¿Cuánto habría podido resistir?
Hasta que oyó un coro desplegado y conmovedor, voces de
ángel, un rayo de luz se filtraba en la niebla. Abrió
una puertecilla de madera: era una iglesia grandísima y en
medio, entre pocas mariposas de luz, un sacerdote rezaba. Y la iglesia
estaba llena de paraíso.
-Hermano- gimió don Valentino, al límite de sus fuerzas,
erizado de carámbanos -, ten piedad de mí. Por culpa
mía, mi arzobispo se ha quedado solo y necesita Dios. Dame
un poquito, por favor.
Lentamente, el que rezaba se volvió. Y don Valentino, al
reconocerlo, se puso, si era posible, aún más pálido.
-Feliz Navidad, don Valentino- exclamó el arzobispo saliéndole
al encuentro, rodeado por entero de Dios-. Bendito muchacho, pero
¿dónde te habías metido? ¿Se puede saber
qué has ido a buscar fuera en esa noche de lobos?
( Traducido por Mariapia Ciaghi)
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