don Valentino finalmente logró verlo de
nuevo. Había llegado hasta las puertas de la ciudad y ante
él se extendía en la oscuridad, con un poco de blancura
de la nieve, la campiña inmensa. Sobre los prados y las hileras
de morera, ondeaba Dios, como esperando. Don Valentino se postró
de rodillas.
-Pero... ¿qué hace usted, reverendo?- le preguntó
un campesino-. ¿Quiere pillar una pulmonía con este
frío?
-Mira allí abajo, hijo mío. ¿Lo ves?
El campesino miró sin asombro.
-Es nuestro- dijo-. Viene siempre en Navidad a bendecir nuestros
campos.
-Oye- dijo el cura-. ¿No me podrías dar un poco? En
la ciudad nos hemos quedado sin nada, hasta las iglesias están
vacías. Déjame un poquito, al menos para que el arzobispo
pueda celebrar decentemente la Navidad.
-¡Ni de broma, mi querido reverendo! Quién sabe qué
asquerosos pecados habéis cometido en vuestra ciudad. Es
culpa vuestra. Apañaos.
-Sí, es pecado, seguro. ¿Y quién no peca? Pero
puedes salvar muchas almas, hijo mío, basta con que me digas
que sí.
-¡Ya tengo bastante con salvar la mía!- rió
burlón el campesino, y en el mismo instante en que lo decía,
Dios se alzó de sus campos y desapareció en la oscuridad.
Siguió buscando, todavía más lejos. Dios parecía
cada vez menos presente, y quien poseía un poco no quería
cederlo (pero en el mismo instante en que se negaba, Dios desaparecía,
alejándose progresivamente).
…oyó un coro desplegado
y conmovedor, voces de ángel,
un rayo de luz se filtraba en la niebla...
|