|
|
Una montaña símbolo: el Campanile Basso
Los Dolomitas, que representan un porcentaje minúsculo del conjunto de las montañas de la Tierra, poseen una fascinación capaz de resistir cualquier comparación; el mismo Reinhold Messner escribió en la introducción de uno de sus libros: “Si tuviese que elegir un grupo de montañas en el mundo, me decidiría por los Dolomitas”.
Uno de los principales atractivos que caracterizan la cordillera dolomítica es su infinita variedad de formas. Si bien no se destacan por su altitud (la cumbre más elevada es la del Marmolada, de 3342 metros, menos que muchísimas cimas del arco alpino), provocan estupor, en cambio, por su cantidad y variedad de perfiles, que cambian de manera sorprendente según el punto de observación y según la variación de la luz a lo largo del día.
Resultan fascinantes, más que nada, por sus particulares despliegues, que parecen un desafío a las leyes del equilibio: sus numerosos pilares, obeliscos, torreones, campanarios, agujas que se yerguen en las muchas cordilleras: el Campanile de Val Montanaia en los Dolomitas Friulanos, la Gusela del Vescovà en los Dolomitas de Belluno, la Torre de Pisa en el Grupo del Latemar, la Torre Berger en la cima del Valle de Mezdì, en la meseta del Sella. Sin embargo, ninguno de estos monolitos puede compararse con el Campanile Basso, que, por su descarada elegancia, bien podría ser considerado el símbolo del Trentino.
Las frías estadísticas dicen que el Campanile Basso (que figura todavía hoy con el nombre de “Guglia di Brenta” en algunos mapas alemanes) es un monolito calcáreo de sección más o menos cuadrada que forma parte de la cordillera central del Grupo de Brenta, encajado en un hueco que queda entre el Brenta Alta y el Campanile Alto y “escoltado” por un agudo pináculo vecino al que se conoce como “Sentinella” (centinela); su altura es de 2877 metros, sesenta menos que su “hermano mayor”.
Hoy en día, el Campanile Basso ya no tiene secretos que esconder: todas sus paredes han sido escaladas en todas las variantes posibles, de día y de noche y bajo cualquier condición atmosférica, por millones de personas. Mientras se pasea por los senderos del alto Valle del Brenta, basta con levantar la vista hacia lo alto para vislumbrar, un día tras otro, las variopintas cordadas que recorren por enésima vez los caminos hacia la cumbre, sobre apoyos y agarraderos ya gastados por el uso.
Pero la conquista de la cima no fue en absoluto fácil, cosa que bien se puede imaginar teniendo en cuenta el respeto que inspiraba esta montaña considerada inaccesible, por no hablar de lo limitado de los medios y materiales de la época.
El primero que creyó factible esta empresa situada en el límite de las posibilidades humanas fue Carlo Garbari, uno de los alpinistas trentinos más destacados de finales del siglo XIX. Tras pernoctar en el refugio Tosa (hoy dependiente del Pedrotti) en compañía del guía Antonio Tavernaro y el porteador Nino Pooli, a las ocho de la mañana del 12 de agosto de 1897 se encontraban ya en la Boschetta del Campanile Basso, listos para el asalto a la pared este, 260 metros de verticalidad casi absoluta. El emocionante relato del intento está recogido en el libro, muy recomendable, “Il Campanile Basso – Storia di una montagna” de Marino Stenico y Gino Callin, (Ed. Manfrini, 1975). En medio de dificultades inauditas, los tres treparon sobre exiguos salientes, pasaron la repisa hoy llamada “stradone provinciale” (carretera provincial) y alcanzaron una terraza en la que apenas había sitio para sus pies. Allí, exhaustos tras diez horas en la pared, la visión de una placa lisa y extremadamente vertical los indujo a renunciar, no sin antes haber encajado bajo un peñasco una botella que contenía el mensaje: “¿Quién encontrará este mensaje? ¡A quien lo encuentre, le deseo la mayor de las suertes!”. En realidad –pero esto no lo podían saber-, los tres hombres habían superado con desenvoltura la parte más problemática de la ascensión y se encontraban a menos de veinte metros de la cima; la solución al enigma estaba a pocos metros de aquella placa lisa, donde, dos años más tarde, otros la encontraron.
Los medios de comunicación de la época no podían resultar tan omnipresentes e inmediatos como aquellos a los que estamos habituados hoy en día: por tanto, no debe causar sorpresa que la tentativa de dos años antes fuese desconocida para Otto Ampferer y Karl Berger, dos estudiantes de Innsbruck ya conocidos en el ambiente alpinístico por algunas brillantes hazañas que, a mediados de agosto de 1899, llegaron hasta el refugio Tosa para intentar la escalada del “Basso”. Así, cuando el día 16 descubrieron en una hendidura de la pared un martillo abandonado por Garbari, Tavernaro y Pooli, recibieron un verdadero golpe que casi los hizo desistir: si los otros hubiesen llegado también a la cima, ellos no habrían sido los primeros. Pero la desazón habría de dar paso a la euforia cuando, bajo un cúmulo de piedras, descubrieron la botella y el mensaje que contenía: ¡eso significaba que la cima no había sido alcanzada! Pero no solo eso: Ampferer, aventurándose más allá de un grupo de rocas, distinguió un pequeño saliente inclinado, descubierto pero transitable, que daba la impresión de dirigirse hacia la cima. La tarde ya estaba avanzada y descendieron al refugio; pero dos días después, en la fecha histórica del 18 de agosto de 1899, lo intentaron de nuevo y, a pesar de que un peñasco cedió a su paso, lo que habría podido tener fatales consecuencias, alcanzaron la cima del monolito, una amplia explanada de cuya existencia nadie habría podido sospechar desde el fondo del valle. Una lata de sardinas rebañada hasta la última gota de aceite fue el banquete con el que celebraron su conquista.
A continuación se sucedieron, interrumpidas solo por las dos guerras, una serie de subidas a través del mismo o de otros caminos: a comienzos de los años ochenta, las estadísticas hablaban de más de seis mil personas que habían subido al “Basso”, cifra que, a día de hoy, se habrá probablemente doblado. Entre las muchas hazañas de los más eminentes alpinistas del siglo XX –con respecto a las cuales les remito de nuevo al libro ya citado, pero también a “Il Gruppo di Brenta”, de Franco De Battaglia (Ed. Zanichelli, 1982)-, hay dos que merecen ser mencionadas.
5 de agosto de 1933: Bruno Detassis, en aquel entonces un joven de 23 años que después se convertiría en el creador y principal ejecutor de la Via delle Bocchette, estaba con su amigo Nello Mantovani en la puerta del refugio Tosa admirando los perfiles de los montes que se recortaban sobre el cielo estrellado, en el que asomaba la luna llena. Hasta entonces, nadie había pensado en realizar una escalada nocturna: probablemente bastó con un intercambio de miradas para que, a las diez de la noche, ya estuviesen los dos dirigiéndose a la Bocca di Brenta para alcanzar la base del Campanile. “Los ojos se acostumbran a la oscuridad, cada vez veo mejor los agarraderos; no hablamos más que lo imprescindible para no turbar el silencio de la montaña. Más arriba encontramos la luna; unos pocos metros más y llegamos a la cima... Una cuerda tras otra, un rápido descenso por la pendiente cubierta de nieve, y a las cuatro de la mañana estamos de regreso en el Tosa”. Esta es la síntesis que se puede leer en el relato de esta empresa extraordinaria.
4 de agosto de 1940: las escaladas al Campanile Basso ya se aproximaban al millar y numerosos alpinistas se desplazaban a los alrededores de la Bocca di Brenta, dispuestos a aprovechar la oportunidad de subir a la cima y adjudicarse la fatídica escalada número 1000. Tras el regreso de la 997º cordada, Gino Pisoni, uno de los guías más hábiles de Val Rendena, ideó una maniobra genial: partió con cuatro alumnos y permaneció con ellos hasta los primeros tiros de cuerda a la pared; después, se separó de ellos mandándolos, a modo de avanzadilla, en dos cordadas separadas. Entonces, se desveló la artimaña: las dos parejas realizarían la 998º y 999º escaladas, y después Pisoni subiría en solitario para adjudicarse la número 1000. Un coro de protestas se elevó desde el grupo de rivales que observaba desde abajo, pero Pisoni, conocedor de la solidaridad que une a las personas que suben a la montaña, accedió a esperar a sus amigos Paolo Graffer y Marcello Friedrichsen para realizar juntos la deseada hazaña, certificada en el libro de cumbre con las tres firmas dispuestas en forma de triángulo.
Resulta curioso cómo “El Bas”, como lo llaman familiarmente los habitantes del valle, cambia de forma según el punto de observación. |