Sumario3

 

 

 

Forte Busa Verle
foto di Giovanni Cavulli

 

Erri de Luca Rifugio Caré Alto
foto di Ronny Kiaulehn

 

Dolomiti di Pace a Forte Dossaccio
foto di Ronny Kiaulehn

 

Rovereto Campana dei caduti
foto di Ronny Kiaulehn

 

 

 

EL ECO DE LA PAZ

de Mariapia Ciaghi

 

Soñar el dulce sueño de la paz”: ¿quién puede decir que no alimenta o ha alimentado este deseo tan bien expresado por las palabras de Kant?


Y, sin embargo, la paz continúa relegada al mundo de los “sueños”, en una “utopía” que no tiene tiempo ni lugar: la realidad nos habla de guerras, de conflictos, de violencias que, en el mejor de los casos, “sueñan” con ser las últimas, pretenden ser los dolorosos e inevitables peajes para una paz duradera que, sin embargo, no llegará nunca. Pero ¿de verdad nada se puede introducir entre el sueño y la realidad para hacer la segunda un poco más similar al primero? ¿De verdad la única alternativa al brusco despertar de un hermoso sueño es sumirse en la angustia de una pesadilla? No; tal vez exista un espacio, tal vez se nos conceda una frágil oportunidad entre la ilusión del sueño y la trágica realidad de las cosas: es el ámbito precario de la imaginación, entendida no como fantasía onírica sino como respiro del pensamiento, como capacidad de poner una cara a realidades que no se ven, pero de cuya existencia se está convencido, a pesar de todo y contra toda evidencia: “si debemos imaginar la paz –apuntaba el filósofo francés Paul Ricoeur- es porque la guerra sigue siendo la cegadora realidad”. Sí, “la paz aparece hoy más que amenazada: una visión del espíritu, quizás incluso una alucinación, como una película traslúcida, un perfume volátil, el ala de una abeja, el sueño de un sabio que imagina que es una mariposa o de una mariposa que se considera sabia”, afirma Julia Kristeva. Y para esta escritora psicoanalista se hace incluso problemático “pensar la paz”, porque “el discurso sobre la vida está ausente al inicio de este tercer milenio... Mucho más que en el ‘desencuentro de civilizaciones’, el déficit de la civilización moderna reside en nuestra ausencia de respuesta a la pregunta: ¿qué es una vida? ¿Qué significa ‘amar la vida’?”. Por tanto, concluye, “más que la coexistencia pacífica entre religiones, es un análisis radical de su lógica de vida lo que todavía puede salvarnos”. En este sentido, parece fundamental preguntarse: ¿por qué sucede – y el fenómeno está tan generalizado a nivel histórico y geográfico que no se puede negar su característica de constante antropológica, independiente de la naturaleza específica de los contendientes – que la religión, es decir, el conjunto de convicciones, normas de comportamiento, sentimientos y ritos que pone en comunicación lo humano con lo divino, desencadena pensamientos y acciones de guerra y no de paz? En la dimensión de lo divino, ¿no estamos acostumbrados a colocar el anhelo humano de una vida plena en la que la paz, justicia, prosperidad, salud, ausencia de dolor, alegría, amistad, puedan encontrar su origen y su culmen? Tal vez la razón fundamental consiste en la enorme carga de “identidad” y la presunción de “verdad” de las cuales las religiones son portadoras. Por un lado, efectivamente, es tanta su capacidad de determinar, definir, identificar un pueblo, una nación, pero también una familia, un individuo, que acaban por convertirse en el “pegamento” ideal para cualquier empresa que exija al hombre la superación de sí mismo, tanto en el bien como en el mal: la religión es de tal forma que me proporciona la razón por la cual vale la pena dar la vida para que otros tengan vida, pero es la distorsión de la misma religión lo que puede llevarme a dar la vida para que otros encuentren la muerte. Por otro lado, íntimamente ligado a la identidad que la religión es capaz de ofrecer, está el concepto de “verdad”. Ahora bien, mientras esta “verdad” sea buscada, escrutada, reconocida, acogida como don destinado a toda la humanidad, será parte integrante, fundamento de aquella “paz” entendida como vida plena que el hombre busca. Pero cuando la “verdad” sea concebida como posesión exclusiva, como conquista que hay que defender e imponer a los otros, implicará hostilidad hacia los extraños y “rechazo” hacia los iguales. Comprender la naturaleza profunda de estos mecanismos es esencial para invertir el sentido de la marcha de las enormes potencialidades que existen en las religiones: convertir su finalidad, más bien restaurar su orientación original, dirigida a la plena realización del ser humano, al restablecimiento de una condición de paz cósmica, hecha de armonía interior, de concordia con nuestros semejantes, de serena convivencia con todas las criaturas, de amor condividido. Imaginar la paz, por tanto, significa también liberarse de estos esquemas mentales, dar espacio y posibilidades de expresión al otro, a su identidad y a su verdad: imaginar la paz significa, como recuerda una vez más Paul Ricoeur, “no soñarla ni alucinarla sino concebirla, quererla y esperarla. La paz, efectivamente, en última instancia, es más que la ausencia de la guerra o la suspensión de la guerra: es un bien positivo, una condición de felicidad que consiste en la ausencia de temor, en la tranquilidad de la aceptación de las diferencias... Si hubiese que designar una forma verbal que distinga la imaginación de la paz del sueño, yo la llamaría el optativo de la tranquilidad, en la tranquila aceptación de las diferencias a escala planetaria”. Qué cantidad de obstinada perseverancia, de paciente tenacidad, de lucha interior requerirá esta “tranquilidad” está cada día bajo los ojos de cada uno de nosotros.

 

 

 

 

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