-Es de su excelencia el arzobispo- respondió
el cura-. Le hará falta a él dentro de dos horas.
Su excelencia hace ya vida de santo, ¡no pretenderás
que ahora renuncie también a Dios! Además, yo no se
sido nunca monseñor.
-¿Ni siquiera un poquito, reverendo? ¡Hay tanto! ¡Su
excelencia no se daría ni cuenta!
-Te he dicho que no... Ahora vete... La Catedral está cerrada
al público- y despidió al pobre con un billete de
cinco liras.
Pero, en el mismo instante en que el pobre desgraciado salió
de la iglesia, Dios desapareció. Asustado, don Valentino
miraba a su alrededor, escrutando las tenebrosas bóvedas:
Dios no estaba ni siquiera allí arriba. El espectacular aparato
de columnas, estatuas, baldaquinos, altares, catafalcos, candelabros,
colgaduras, normalmente tan misterioso y potente, de improviso se
había vuelto inhóspito y sinistro. Y el arzobispo
bajaría dentro de un par de horas.
Con desasosiego, don Valentino entreabrió una de las puertas
de fuera y miró en la plaza. Nada. Afuera, aunque era Navidad,
tampoco había ni rastro de Dios. De las mil ventanas iluminadas
llegaban ecos de risas, romperse de vasos, músicas e incluso
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